Macario

Dentro de la imaginería popular mexicana la figura de la Muerte es venerada, querida y hasta admirada. Muchas culturas ajenas a nosotros también rinden culto a la Muerte, sin embargo, para ellos el principal sentimiento que permea ante su sola mención es el miedo. No así para nosotros, mexicanos irreverentes que vemos en la Santísima Muerte a una madre, amiga, cómplice y hasta compañera de juergas.



De esta forma el mexicano ha sumado a su iconografía de deidades personalísimas a la figura de la Muerte, haciéndose acompañar por la virgen de Guadalupe, Pedro Infante, y como no, del Santo, el enmascarado de plata. Siempre de manera alegórica y festiva, la figura de la Muerte está presente a un lado de nosotros, igual en calaveras de azúcar que en tatuajes en la espalda “pa’ evitar una puñalada trapera”; igual en las litografías de Posada -¡ah! la eterna Catrina riéndose de todos nosotros- que en las letras del misterioso novelista B. Traven.



Es justamente de una historia de Traven (basada a su vez en un cuento de los hermanos Grimm) que Roberto Gavaldón, en coautoría con Emilio Carballido, escribe la adaptación cinematográfica de uno de los filmes de mayor presencia en la historia del cine mexicano: Macario, dirigida por el propio Gavaldón en 1959, y para la que se hizo acompañar de un grupo de especialistas encabezados por el maestro Gabriel Figueroa en la fotografía, Gloria Schoemann en la edición -ambos colaboradores habituales de Emilio Indio Fernández-, Raúl Lavista en la partitura y los actores Ignacio López Tarso en el papel del leñador indígena Macario, la excelsa Pina Pellicer como su comprensible esposa y Enrique Lucero en el papel de… la Muerte



Macario vive atribulado por su pobreza. Su precaria situación económica lo mantienen a él y su familia al borde de la inanición y su sueño más anhelado es comerse un guajolote asado el sólo, sin compartirlo con nadie, ni siquiera con su esposa o su bola de chilpayates, y su testarudez de hombre herido en el orgullo le hace jurarse a sí mismo, y a los demás, que no volverá a probar bocado hasta que logre cumplir su sueño. Su atribulada mujer, que le ayuda lavando ajeno, roba un guajolote de casa de sus patrones. Al alba siguiente, cuando Macario parte a sus faenas, recibe de manos de su esposa el suculento platillo para que pueda degustarlo en la soledad del bosque.

Pero Macario no estará sólo, pues ante él se aparecen tres paradigmáticos personajes que quieren formar parte de la misma comilona. Primero el Diablo, después Dios. Ambos habrán de pedir su tajada del pastel, o del guajolote, perdón, pero ninguno de ellos es digno a los ojos del dueño del bocado, pues cada uno tiene los medios necesarios para hacerse de lo que gusten, en tanto que él ha sufrido toda su vida y es justo que sea envidioso por vez primera.



En cambio, con la tercera figura se siente comprometido y a la vez gozoso de compartir su vianda, es la Muerte, la eterna solitaria que vaga en busca de “el que sigue”, sin importar quien sea o de donde venga. Ella, la Muerte, no interpone distinciones; ante su ineludible designio nadie escapa y Macario, no por miedo, sino por comprensión, le da de comer. En recompensa, la Muerte lo erige al rango de “amigo” y le beneficia con una agua maravillosa capaz de curar cualquier enfermedad, siempre y cuando aún no sea el momento de cegar para siempre ese cuerpo doliente.



Macario tiene la oportunidad de probar su regalo con su propio hijo accidentado y así se comienza a fabricar una leyenda alrededor de sus poderes de curandero, creando tal alboroto que la mismísima Inquisición le acusará de herejía y hasta el virrey de la Nueva España recurrirá a sus servicios.



Macario está ubicada temporalmente en la Nueva España de finales del siglo XVIII y más específicamente en vísperas de un Día de Muertos. Para lograr una ubicuidad que brindara la atmósfera necesaria, el director recurrió a locaciones de Taxco, Zempoala y las grutas de Cacahuamilpa, lugares que dan vida a una película que en términos estrictos podría inscribirse en el género fantástico, aunque les duela a los más puristas.



Bien es conocido el innegable talento como realizador de Gavaldón, y así lo deja de manifiesto en títulos como La Diosa Arrodillada (1947), En la Palma de tu Mano (1950), Días de Otoño (1962) o esa maravilla de comedia negra que es Doña Macabra (1971), sin embargo es con Macario con la que termina de cimentar su nombre como uno de los directores más importantes del cine nacional, desbordando en ella todo su talento formal.

La puesta en escena transporta al espectador durante 90 minutos a un mundo de fantasía que, sin embargo, a cada plano se muestra desoladoramente real -casi podría decir, aunque me laceren después, que se trata de un pre-realismo mágico-, pues las situaciones de marginación y miseria social que sufre Macario como parte de una minoría étnica no son trasladadas de manera edulcorada. Él y su familia tienen hambre, esa es su constante y así es presentada, luego entonces, nada más válido y comprensible que soñar con un buen bocado de carne.



Real en su contexto, mágica en su excusa argumental, Macario es la historia de un hombre que ve de frente a la Muerte, y que como buen mexicano, no le teme, por el contrario, la recibe como la única compañera con certeza de quedarse. Es aquí donde la imaginería popular -extraída, recordemos también, del original literario- le da un nuevo rostro, pues olvidándonos de las visiones comercialmente sobajadas de la calavera en túnica y guadaña; la exotiquísima, voluptuosa y cachonda mujer de vaporoso vestido blanco; o su contraparte, la siniestra comadrona de negro perpetuo; aquí la cara de ella es, en realidad, de él.



Qué mejor actor, qué mejor rostro, que el de Enrique Lucero -recordado también como el sacerdote ojete de Canoa de Felipe Cazals- para caracterizar una Muerte sin igual. Una faz seca, casi inexpresiva, vestida como cualquier campesino famélico del México de ayer y de hoy, quizás por eso Macario la alimenta; finalmente lo que tiene delante suyo es su reflejo, su destino. Roberto Gavaldón atina en respetar y retratar la personalización de la Muerte según los ojos de un hombre que no entiende otra cosa más que su propia realidad, así pues, sí él es un campesino hambriento, su visión de la Parca deberá ser necesariamente la propia, la que ha venido viviendo desde que nació, la que mejor conoce, la de un hombre muerto de hambre.



Por eso, cuando Macario inicia una vida de prosperidad merced del “regalo” de su amiga y se instala como nuevo rico, viene la separación, la ruptura, el distanciamiento. Ahora ya no son más amigos y el final de Macario se acerca, no podrá salvar una vida -la del hijo del virrey- de la que depende la propia y deberá huir, pero de Ella nadie escapa y así, en una prodigiosa secuencia en el interior de las grutas de Cacahuamilpa, su amiga le debelará los misterios de la Vida y de la Muerte, de los designios de fuerzas superiores, de la vulnerabilidad del ser humano, tan débil que únicamente bastan dos dedos para hacerlo expirar.



Con esta película, Roberto Gavaldón rescata para el público no sólo nacional, sino del mundo entero -es una de nuestras cintas de mayor exportación, premiada en Cannes y hasta nominada al Oscar- una visión de la Muerte heredada del sincretismo mexicano hacia su figura y rituales, que si se quiere escarbar, nacen desde épocas precortesianas, por lo que no es de extrañar que para Macario resulte, incluso, más entrañable su imagen que la visión impuesta por una maniquea cultura judeocristiana que se reduce a dos polos: lo bueno y lo malo, Dios y el Diablo, a quienes despacha sin mayor conflicto.



Recordar una obra de la cinematografía nacional de múltiples lecturas, cada una más enriquecedora en sí misma, es un placer y casi una obligación para cualquier cinéfago sin remilgos, y Macario está ahora al alcance de todos en la edición en DVD que Alter Films y Televisa -hasta que hizo algo bueno- lanza en su colección Alter’s Collection ¡Vive México! Cine en 35 mm., en la que también se pueden encontrar otros títulos del mismo director



Arre!